5:01 am.
- Sara Fernández González
- 13 abr 2020
- 4 Min. de lectura
Soñé un verano que se hiciera eterno
desde el momento en que vi tu mirada
me derretiste con esa mirada
Pero el verano se volvió un invierno
cuando vi que otros brazos te esperaban
me congelé mientras yo te esperaba
Y ahora entiendo cuál es mi papel
nos queremos cuando nadie ve
Las balas perdidas de este amor
prefiero no verlas en mi piel

Aunque dicen que la esperanza es lo último que se pierde, ni en siglos me imaginé que ese sería el día en el que regresarías. ¿Sabes? Tenía planeada al milímetro tu vuelta. Sería dentro de un tiempo, con unos años de más encima de nosotros, después de varios desencuentros amorosos míos (debido ese afán mío por encontrarte en otro ojos) y alguna que otra mujer a tus pies. En el momento de encontrarnos (cuándo ni dónde a saber, eso lo dejo siempre en manos del destino) meteríamos todo lo viejo en bolsas, todos los rencores y los malentendidos y nos desharíamos de ello. Ni siquiera reciclaríamos, lo quemaríamos y nunca más podríamos recuperarlo. No vaya a ser que dentro de unos años nos volviese a afectar la misma mierda. Pintaríamos las paredes de nuestros corazones y haríamos malabares para salir adelante, para dejar que el pasado (que no estaba pisado en nuestro interior) no nos hiciera mella y nos impidiera avanzar. Sería un nuevo comienzo. Contigo más maduro y conmigo menos cabezota.
Pero no, todo esto fue un verano. Un verano en el que estaba rota por dentro y por fuera, sola contra el mundo, emocionalmente inestable pero más guapa y segura que nunca. Puede parecer contradictorio, pero así soy yo, todo caos. Ya habían pasado entre nosotros varias estaciones, las cuatro estaciones acabadas y vuelta a empezar, para volverse a acabar y repetir el ciclo varias veces. Eso quiere decir que ya ni pensaba en ti, estabas en el rincón de pensar, castigado. Poco a poco te ibas yendo y más después de ver que esta vez te ilusionabas de nuevo. Yo pensaba que era como las otra veces, a los dos meses te cansarías y otra ocuparía su lugar. Pero parece que cuanto más me intentaba convencer a mí misma, más en serio iba todo aquello. He de decir que era una egoísta, porque vivía un cuento perfecto, tan perfecto como la vida misma.

Entonces llegó tu mensaje. 5:01 am. No me digas por qué tengo grabada la hora, a veces me quedo con los detalles más ridículos. Pero todos sabemos de lo que hablo, de lo que se siente cuando llega EL MENSAJE que llevamos siglos esperando. No estaba borracha. Lo digo porque hubiera sido más fácil todo. Echarle la culpa al alcohol es la excusa más tonta, pero la que mejor nos convence a nosotros mismos y nos hace sentir mejor (no somos realmente nosotros, no nos comportamos así, ¿o sí?).
Lo que no sé es de dónde saqué la fuerza para enfrentarme a ti. Pensándolo bien a día de hoy, era rabia. Rabia por haber acabado así, rabia por todo lo que compartimos y nunca fue, rabia por todo lo que nos teníamos que haber dicho (y hecho) y nunca fuimos capaces de afrontarlo. Rabia por desearnos tanto. Rabia por querernos tanto. Sé que me dirías que no, pero tú y yo sabemos que ese día te delataste y no hizo falta decir nada más. No hizo falta que me explicaras con pelos y señales por qué lo nuestro se consumió como una cerilla.
Después de darle vueltas, de que mi cerebro me dijera que me ibas a joder la vida pero me corazón le contestara que da igual, te iba a querer de todos modos, me acerqué. Te vi, allí de pie. Nos separaban unos pasos y una puerta (qué irónico). Si hubiera extendido el brazo, te habría tocado. Quizás tus ojos si estaban un poco chisposos y te habías tomado unas copas de más. Más rabia, más rabia porque te hubieras acordado de mi estando borracho. Cabrón, grité, aunque no te lo dije. Pero me miraste y sonreíste y no supe qué pensar. Yo, mujer racional donde las haya, no supe que pensar. Me quedé en blanco durante unos segundos hasta que me dijiste, con esa voz rota y un poco ronca, con un deje a tragarte el orgullo, que subiera y que mañana sería otro día. Que sencillo me lo pintaste. Entonces mi cabeza explotó y lo vi todo sucediéndose por mi mente. Como en una gran estreno de la película de mi vida.

Vi los inicios, rememoré la época más feliz de mi vida y los desastres. Lo que pudo ser y no fue. Lo que fue. Todo lo que te di. Todo lo que me diste. Y al final, pesaba más el daño que todo. Pesaba más saber que me tomabas por tonta y que sabías a ciencia cierta que siempre te estaría esperando. En ese momento pensaba que me debatía entre la vida y la muerte. La vida era ver qué ocurriría entre tú y yo después de todo, si me dejaba llevar, si no me importaba nada y escogía ser feliz aunque fueran unas horas. La muerte era estar condenada a vivir preguntándome qué hubiera pasado si hubiera cruzado aquella puerta. Pero me lo pusiste fácil, muy fácil más bien, cuando me dijiste, con tu tono de vacilón, que los trenes solo pasan una vez. Como si fueras el mejor tren que ha pasado por mi vida. Me reí. Y a pesar de imaginarme todos los finales posibles de esta historia, me consolé a mi misma sabiendo que en un universo paralelo estaríamos viviendo en este instante mil finales diferentes y que al final las cosas pasan por algún motivo.
Como podréis suponer me fui, porque si no el final sería distinto. Aunque esa noche lloré y os mentiría si os digo que nunca más me volví a arrepentir y qué nunca dejé de preguntarme por qué ese día y qué hubiera pasado si hubiera aceptado aquel tren, de una cosa estoy segura y es que nunca fallaría a nadie, sobre todo a mí misma.
Porque con el tiempo supe que quién había perdido el tren había sido él y lo más gracioso era que él sabía de antemano aquella noche.
Y ahora entiendo cuál es mi papel
nos queremos cuando nadie ve
Las balas perdidas de este amor
prefiero no verlas en mi piel
Si me preguntan por ti
diré que es mentira
que toda una vida he soñado contigo
...
Continuará...
Comentários