¿Cómo lo ibas a saber?
- Sara Fernández González
- 13 jul 2017
- 2 Min. de lectura
Ayer te contaba mis problemas mientras nos tomábamos un buen gin tonic -con mucho hielo y limón como a mí me gusta- y compartíamos algún que otro cigarrillo. Entre una calada y otra, te hablaba acerca del amor -en general- y de la mala suerte que había tenido con todas mis relaciones hasta la fecha. Quizá fuera yo, te dije. Quizá la culpa fuera mía y echaba fuera más balones de los que debería. Porque todos sabemos que es más fácil echarle la culpa a los demás y omitir la nuestra.
Nunca había tenido una pareja estable y todos se habían marchado al cabo de tres meses. Nadie había sobrevivido más tiempo que ese. Me reí. Tú me mirabas. Qué ironía que tú no supieras que siempre habías estado ahí. Indiscretamente. Indirectamente.

Seguí hablando sin parar, como siempre, propio de mí. Quizás ya sepa por qué huyen despavoridos me dijiste, les asusta que una mujer pueda decir tanto en tan poco tiempo. Me reí de nuevo. Me volviste a mirar. Posiblemente, yo me moría un poco más cada vez.
Cogí carrerilla y eché pestes contra el género masculino. Aunque a medida que pasaba el tiempo -ya casi estaba acabando la cajetilla de tabaco- más defectos míos sacaba a relucir y más convencida estaba de que la culpa era mía.
Continué farfullando hasta que de repente me interrumpiste y me dijiste todo lo que pensabas de mí. Te prometo que no me lo esperaba. Hacía poco que éramos amigos y nunca te habías mostrado así, tan sincero. Quizá me enamoré un poco más. Me dijiste que era una mujer increíble, luchadora, inteligente y guapa a rabiar. Que podría tener a quien quisiera, porque era única.
Tengo tendencia a no creer a las personas cuando me dicen algo bonito, así que me sorprendí a mi misma creyéndote. Quizá fuera por la naturalidad con la que me lo dijiste o porque tu mirada era sincera. No lo sé. Pero te creí. Seguiste diciéndome que era simpática, agradable e irónica y que el problema lo tenían los hombres que huían de mí. Quizá tuvieran miedo, me dejaste caer cuando apagaste tu último cigarro. Me reí. Tampoco impongo tanto. Soy normal en su justa medida. Te reíste y me aseguraste que aquel hombre que no estuviera loco por mí era el hombre más estúpido del mundo.
Lo siento, pero no pude evitar reírme a carcajada limpia. Todo el bar se nos quedó mirando y tú me miraste extraño. Obvio. Cómo ibas a saber que tú eras el hombre más estúpido del mundo.
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